Pobrecitos los enamorados, de verdad. Los de ahora, quiero decir. Puede que su mayor tormento no sea superar el dilema: ‘me ama, no ama’, pues decir «me gusta» es cosa común. Su calvario, de seguro, tampoco sea sortear los típicos dramones familiares que se interponen al sentimiento y de los que ni siquiera Romeo y Julieta salieron bien librados. Hoy, el romance es más complicado.
En estos tiempos de Internet en que no existe frontera entre lo público y lo privado, el amor se pone a prueba desde el momento que uno de los dos se debate si cambiar su estatus de Facebook –¿in a relationship o in an open relationship?-, publicar o no una foto juntos en el perfil del Whatsapp o dejarle un comentario en su cuenta de Instagram, con o sin corazoncito incluido.
La primavera de este amor -parafraseando las cuatro estaciones de Guaco- florece cuando uno de los dos se arriesga valientemente a invitar al otro a hacerse «amigos» de Facebook. Señal inequívoca de que hubo un flechazo en ese primer encuentro. Le sigue el juego de «googlear» el nombre o de «stalkearse» mutuamente para confirmar si tiene pareja -ojo, importante- y luego saber quién es, qué hace, quiénes son sus amigos y si publicó en su muro fotos de sus exparejas -ojo, importantísimo-.
El verano desata las pasiones. Allí no hay razonamiento que valga, solo impulsividad. No hay mensaje escrito por uno de los amantes que el otro no le dé RT. Cuanta foto publica en Facebook viene con un «like», comentario y la opción de compartir. El Instagram se llena de fotos de la pareja, para exhibir al mundo lo feliz que son. La bio se completa con la frase «enamorada de fulanito de tal». Y no han terminado de dibujarse los dos palomitas azules en el chat de Whatsapp, cuando el receptor responde con miles de emojis y se explaya en una conversa virtual que se prolonga hasta el amanecer.
Pero no hay amor que aguante tanta exposición ni pareja que lo resista. Así que cual planta que no se riega, el sentimiento también se marchita. El otoño se convierte entonces en una alerta, que algunos inteligentemente atienden. Pero otros, dejan pasar para dar paso al más abrupto de los descensos. Ya alguno de los dos tiene el impulso de cambiar su estatus de Facebook, pero se contiene. Las cenas románticas dejan de ser entre dos. Ahora, los teléfonos llevan a la mesa un gentío que no estaba invitado. Conversar no es importante. Una charla en el celular parece ser de más interés. No hay abrazos, besos ni caricias. La pasión se apaga tan pronto alguno prefiere el touch screen de su tableta, que tocar a su mujer.
El frío -ese que entra hasta por los huesos- se siente cuando dejan de mirarse a los ojos, porque ambos están ensimismados averiguando en Facebook la vida de los demás. No hay intercambio de besos, ramitos de flores ni corazoncitos latiendo. Todo es tan susceptible, que el solo hecho de darle «like» a la foto de otra persona o descubrir que dejó de seguirte en Twitter, termina en pelea. La retahíla de reclamos por el chat se quedan sin respuesta. Y lo que eso genera, desencadena el fin.
Pero el desamor en tiempos de Internet se mata rápidamente en Tinder. El tema es que la soledad todavía no ha encontrado remedio.
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